Cuando nació, su abuela materna eligió su nombre de pila. A Victoria la inscribieron en el registro civil como José Herrera. Su progenitora, una madre soltera de Apacilagua, un municipio al sur de Honduras −donde el 79% de su población es pobre y el 23% es analfabeta−, esperaba que el niño creciera aprisa para que le ayudara con la economía del hogar. En la finca de sus abuelos, José aprendió las faenas de la agricultura y de la ganadería, pero sentía que no encajaba con los roles asignados, «yo sentía que el campo no era lo mío».
Antes de la adolescencia se hizo las primeras preguntas sobre su orientación e identidad sexual, ¿qué significa ser hombre y ser mujer? ¿Qué pasaría si me gustan los hombres? Su entorno intuyó las interrogantes y respondió con agresiones. Desde pequeño recibió mofas y golpizas, con el pretexto «de volverlo un macho». Confundido, se defendía, «pero al llegar a mi cuarto, lloraba, me preguntaba qué me estaba pasando, ¿por qué me golpeaban?».
En la iglesia a la que asistía, el pastor propuso exorcizarlo y los pobladores recomendaron llevarlo al hospital. Él sentía ser la vergüenza de su familia, la burla del pueblo, «todo porque no me ajustaba a los roles normativos y tradicionales de género».
En medio del rechazo encontró un refugio. Una vecina le ofreció su casa, que sirvió como espacio para el reconocimiento de su transexualidad, «ahí yo me vestía de mujer y me maquillaba. Ella no tenía ningún problema con eso, lo que quería es que me sintiera bien. Fue como mi segunda madre. Nunca hubo ninguna discriminación en ese hogar».
Sus familiares indagaban y él temía responder, «recuerdo cuando mi tía me dijo frente a todos: “Joshito, ¿verdad que usted va a ser mujer?”. Yo me sonrojé, me dio pena, no supe qué contestarle. No le pude decir “sí tía, me gustan los hombres”. Pero poco a poco salí del clóset, creo que la misma homofobia de la sociedad se encargó de sacarme».
En el pueblo otros hombres vivían situaciones similares a la suya, «pero allá la comunidad permanece oculta, pueden tener una vida sexual activa y llevar una identidad de género, pero todo dentro de las cuatro paredes de sus casas».
A pesar del temor que le generaba la discriminación, empezó a expresar su identidad. Su familia no tardó en oponerse, «empecé a usar delineador, lápiz labial y brillo en el rostro; al verme, mis abuelos me dijeron “a nosotros nos das pena”. Ellos no me corrieron en ningún momento, pero me sentí expulsada. Para que no se sintieran mal ni tuvieran vergüenza, una vez graduada de la secundaria decidí independizarme y venirme a vivir a Tegucigalpa».
En Tegucigalpa, conoció a Rubí y a Sacha, dos chicas transexuales que fueron sus guías y espejo tras su llegada a la capital, antes de conocerlas no sabía nada sobre la diversidad sexual, tampoco que existían los colectivos LGTBI (lesbianas, gays, trans, bisexuales e intersexuales), ni siquiera había escuchado del VIH y del SIDA.
Con sus amigas el concepto de la transexualidad trascendió la vestimenta y el maquillaje, y lo entendió como un proceso autodeterminativo y transformatorio para asumir el género que deseaba ser y con el cual exige ser reconocida legal y socialmente. Con ellas supo que ya no
quería seguir siendo gay, sino una chica transexual.
Rubí y Sasha le explicaron los ataques que sufriría como transexual. Le advirtieron que para muchos religiosos sería considerada un «pecador», para la medicina un «enfermo» y para el Estado «una persona con derechos… pero no con todos».
Sabida de los obstáculos, nació Victoria, un nombre que eligió para estimular su coraje, «sentí que aparte de sufrir mucho, he sido fuerte, entonces cada vez que alguien me dice Victoria, me anima a seguir adelante, me indica que quiero ser alguien en la vida».
Su primera experiencia sexual fue violenta e involuntaria, la menciona pero decide no hablar más al respecto; prefiere evocar los detalles de su primer día como transexual, «salí hecha un asco, fue horrible −y sonríe−, bajamos al Parque Central, iba con mi pelo corto, con polvos, un poco de lápiz labial y sombras en el rostro. Yo deseaba verme como mujer, pero mi caminado, mi forma de comportarme, de mover las manos, de platicar, de ver, no eran las indicadas… Todavía no le agarraba a la forma de ser de las mujeres, eso lo fui perfeccionando día a día».
A medida que se asumía como mujer, los espacios y las oportunidades laborales empezaron a cerrarse, «renuncié al empleo que tenía en una microempresa, sabía que me despedirían si de un día para el otro llegaba expresando mi feminidad. Después metí papeles en supermer-
cados, en tiendas, pero cuando llegaba a las entrevistas, nadie me contrató. Era evidente el rechazo. La única alternativa fue el trabajo sexual. Yo sabía que arriesgaría mi vida, que me expondría a enfermedades, pero no tuve otra opción».
Por las noches la vulnerabilidad aumenta y la transfobia no es una excepción, sino la regla en contra de las chicas trans que ejercen el trabajo sexual en Honduras, «es arriesgado posar, en algunas ocasiones me dispararon con pistolas de balines, lo más frecuente es que hombres se bajaban de sus carros para pegarte. Algunos policías me acosaron, una vez me agarraron a toletazos y me llevaron a una posta, ahí en la celda me tiraron un gas lacrimógeno. Ese año otras compañeras aparecieron muertas».
Entre octubre y diciembre de 2017, Expediente Abierto encuestó a 50 mujeres transexuales. El 60% respondió haber sufrido violencia física y el 39% identificó a los integrantes de las fuerzas públicas de seguridad, como sus principales agresores.
Según la organización internacional Human Rigths Watch (HRW), el poder y la discrecionalidad que goza la policía gracias a las disposiciones de la Ley de Policía y de Convivencia Social, facilitan sus abusos y las detenciones arbitrarias a personas transexuales. Violaciones con altos niveles de impunidad, en el caso de los abusos policiales, se estima que aproximadamente el 90% no son investigados.
En su informe sobre la situación de las personas trans en Honduras, HRW señala con preocupación el artículo 99 del reglamento policial, el cual permite la detención a las «prostitutas ambulantes», por ser consideradas como «vagas». Por su parte, el artículo 142 le confiere a la policía la autoridad de arrestar a quien «atente contra el pudor, las buenas costumbres y la moral pública» o al que «por su conducta inmoral perturbe la tranquilidad de los vecinos».
La organización señala que las legislaciones basadas en conceptos de «buenas costumbres», fomentan la discriminación estatal hacia esta comunidad.
Para escapar del contexto, Victoria intentó en tres ocasiones llegar a Estados Unidos. Pero las agresiones no cesaron durante el trayecto, «cuando iba para el norte, me quedé unas semanas en San Pedro Sula, allá me intentaron matar, no sé por qué, tal vez por repudio. Yo caminaba por la calle cuando se acercaron tres hombres, quienes sin decirme nada, desenvainaron sus machetes. Uno de ellos me rajó la cabeza. Como yo tengo fuerza, me defendí y logré escapar. No quise ir al hospital, así que me curé la herida con aguardiente. Un mes después, otros tipos me atacaron, me quebraron la nariz enfrente de mucha gente, pero nadie hizo nada por defenderme. ¿Por qué la sociedad nos quiere ver muertas?».
En Honduras no ser heterosexual se paga caro. De acuerdo al Observatorio de Personas Trans Asesinadas (TMM, por sus siglas en inglés) y el reporte de la ONG Transgender Europe, del 2008 al 2015, el país alcanzó el promedio más alto de asesinatos a transgéneros y transexuales en el mundo. Según sus reportes, durante esos siete años, se cometieron 82 homicidios transfóbicos, alcanzando una tasa de 9.9 crímenes por cada millón de habitantes. Para dimensionar estas cifras, durante ese período, en Nicaragua apenas fueron asesinadas cinco personas trans.
A nivel nacional los registros carecen de precisión, ya que las organizaciones que monitorean estas muertes violentas, no cuentan con los recursos y las metodologías especializadas para verificar los datos. Por su parte, el Observatorio Nacional de la Violencia (ONV), no le da un seguimiento diferenciado a estos crímenes.
Los testimonios de las mujeres transexuales evidencian la situación, «el derecho a la vida es el principal derecho que se nos violenta. Recuerdo casos como el de la compañera Angie, como el de Britanny, como el de Michelle, el de Angie, el de Sherly, el de Débora… y así podría seguir mencionándolas. Otras han tenido que refugiarse en el extranjero, debido a la persecución que sufren por su identidad de género, donde los victimarios son grupos transfóbicos», comentó Michelle Díaz, oficial de monitoreo y evaluación de Cozumel Trans, una organización
que trabaja desde el 2011 por la defensa y la promoción de los derechos de esta comunidad.
Díaz explica que el desplazamiento forzado es cada vez más frecuente en las personas trans. De acuerdo a los registros de su organización, en los últimos ocho años, aproximadamente unas 250 personas LGTBI recibieron asilo en otros países para salvaguardar sus vidas.
«En un país donde la pobreza y la violencia son endémicas, la comunidad trans se encuentra en riesgo permanente de sufrir maltrato y acoso. La arraigada cultura patriarcal y el conservadurismo religioso contribuyen a crear una atmósfera de intolerancia que muchas veces engendra violencia. Las leyes que existen no son suficientes para proteger a las personas trans y, en algunas ocasiones, sirven de excusa para abusar de ellas», señala el informe realizado por HRW.
La homosexualidad en Honduras se despenalizó desde la constitución liberal de 1899, pero para las organizaciones de la comunidad LGTBI, después de 119 años, se ha avanzado poco en el establecimiento de un marco jurídico que adopte medidas necesarias para prevenir, impedir y penalizar la violencia, segregación, explotación y discriminación ejercida contra los grupos de la diversidad sexual.
«De hecho, hemos retrocedido en algunas cuestiones, por ejemplo se ha fortalecido el conservadurismo religioso y su influencia en un Estado que poco o nada defiende su laicismo; por otra parte, no vemos avances en el acceso a la justicia frente a los crímenes de odio, y tampoco nos reconocen legalmente nuestras identidades asumidas», comentó Rihanna Ferrera, coordinadora de la Red Cozumel Trans y excandidata al Congreso Nacional (CN) en las pasadas elecciones generales.
Actualmente las organizaciones trabajan conjuntamente en la discusión de una Ley Antidiscriminación, y en mayo del presente año presentarán al CN el anteproyecto de la Ley de Identidad de Género, la cual les permitiría el cambio del nombre y sexo en sus documentos identificatorios.
Con el respaldo de la Defensoría de las Personas de la Diversidad Sexual del Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (Conadeh), se estima que esa ley beneficiaría a unas 1,600 personas trans en Honduras. No obstante, las organizaciones LGTBI están conscientes que iniciativas de esta índole generalmente enfrentan oposiciones conservadoras que no solo obstaculizan las propuestas, sino que aprovechan las coyunturas para anular o derogar otros derechos de la comunidad.
Así ocurrió en 2004, cuando el Estado otorgó las primeras personerías jurídicas a tres organizaciones LGTBI, lo cual desató la reacción de grupos religiosos que lograron reformar los artículos 112 y 116 de la Constitución. Los cambios legislativos dejaron en firme la prohibición del matrimonio igualitario, la adopción de menores por parte de parejas homosexuales y la invalidez del reconocimiento de matrimonios o uniones de hecho entre personas del mismo sexo, celebrados bajo las leyes de otros países.
El entonces titular del CN y posterior presidente de la República (2010-2014), Porfirio Lobo Sosa, argumentó que la medida se adoptó para proteger a la familia hondureña, en vista de los privilegios concedidos anteriormente por el Ejecutivo a los grupos de la diversidad sexual.
«Lamentablemente en nuestro país todavía no podemos hablar de matrimonio igualitario, porque ni siquiera se ha garantizado el derecho a la vida», dijo Dennis Castillo, de la organización Casabierta, quien actualmente se encuentra refugiado en Costa Rica, tras recibir amenazas debido a su trabajo por la defensa de los derechos de las personas LGTBI en Honduras .
Pero no todos los pasos son hacia atrás. En 2013 la comunidad LGTBI logró la reforma de los artículos 27 y 321 del Código Penal, los cuales sancionan la discriminación y los crímenes de odio por motivo de orientación sexual e identidad de género.
También hay grupos religiosos que les apoyan, como la Iglesia Unida de Cristo, dirigida en Carolina del Norte por el pastor hondureño David Mateo, quien les asiste con obras y donaciones sociales. «Cualquiera otra iglesia se horrorizaría con este apoyo, ya que nos regalan hasta condones y lubricantes. En Honduras también encontramos espacios espirituales, nosotras vamos a una iglesia incluyente que predica la biblia para volver más evolutiva a la sociedad.
La pastora hace una deconstrucción de los textos religiosos, con lecturas menos patriarcales, donde la diversidad es la normalidad. En nuestro culto las personas son aceptadas sin distinción alguna», explicó Abraham Banegas, administrador de Cozumel Trans.
«A pesar de todas las adversidades, siento que la homofobia y la transfobia se reducen paulatinamente, antes yo pasaba por el mercado y me tiraban tomates podridos, ahora lo más frecuente son los piropos», comentó Rihanna Ferrera, quien recibió 15,600 votos como candidata legislativa en las elecciones de 2017.
Victoria actualmente cursa la carrera de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH), además es la encargada de la defensoría de derechos humanos de la Red Cozumel Trans. Desde 2014 dejó las calles y el deseo de emigrar hacia Estados Unidos. Confiesa que su sueño es cambiar de sexo. En Honduras, país binario para la diversidad sexual, se prohíbe esa cirugía. Pero ella repite con convicción que ese es otro reto por superar.
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