El 5 de junio de 2019 debía ser una fecha especial para Miguel, ese día cumplía cinco años de haber ingresado a laborar en una conocida maquila de San Pedro Sula, en el noroeste de Honduras. Y tener trabajo es importante en un país con una población económicamente activa de 4.3 millones de personas, de los cuales solo 1.9 millones tienen un empleo asalariado formal, mientras que 2.4 millones se dedican a actividades por cuenta propia, trabajo doméstico y trabajo familiar no remunerado; mientras que el número de desempleados supera las 245,000 personas, según datos del Instituto Nacional de Estadísticas.
Sin embargo, sus recuerdos de ese miércoles distan mucho de ser gratos. Desde las 10:30 de esa mañana, Miguel permanece detenido por un supuesto delito menor de tráfico de drogas. Primero lo encerraron en una celda de San Pedro Sula y luego de las primeras audiencias judiciales lo enviaron a la Penitenciaría Nacional de Támara en Tegucigalpa, a 242 kilómetros al sur de su hogar.
Ese día, Miguel (nombre alterado, pero Expediente Público tiene su expediente judicial), de 22 años, tenía día libre, por lo que se quedó en la casa familiar, en la Colonia 6 de Mayo, en el sector Rivera Hernández, una zona de San Pedro Sula marcada por la proliferación de las bandas criminales, venta de drogas y la guerra entre maras y pandillas.
A eso de las 10 de la mañana su padre le pidió hacerle una compra en una pequeña tienda de abarrotes de su barrio.
Al regresar de esta diligencia se fue a visitar a un amigo en la cuartería que queda frente a la casa de sus padres. Mientras conversaban en una habitación ingresaron varios policías que dijeron estar ejecutando un “operativo”.
Luego de tirarlos boca abajo y catearlos, los agentes sacaron a la calle a Miguel, a su amigo y a un hermano de este, menor de edad. Al percatarse de lo que sucedía, el padre de Miguel salió corriendo y quiso indagar por qué los detenían. Como respuesta los policías le dijeron que se quitara de en medio y prepararon sus fusiles para disparar. Una bala salió de la cámara de recarga y cayó rodando a los pies del señor, por lo que dispuso pararse sobre el casquillo de metal caliente por la fricción para conservarlo como prueba. Aún tiene el cartucho de metal dentro de una bolsa plástica como testimonio que lo vivido aquel día no fue solo una pesadilla. Entre los espectadores estaban dos chicas que intentaron llamar a los familiares de los dos hermanos y grabar la captura, pero los agentes les gritaron que dejaran de filmar y finalmente les decomisaron los teléfonos.
A los detenidos se los llevaron a una posta policial ubicada en una colonia cercana. El padre de Miguel, albañil de oficio y su madre, ama de casa, sabían que no los dejarían allí por mucho tiempo, por lo que decidieron volver a su casa a cambiarse de ropa para acompañar a los tres muchachos.
Cuando salieron de su casa vieron que ya los transportaban en una caravana de vehículos policiales que denotaba un operativo de grandes proporciones. Se detuvieron frente a la cuartería y de inmediato se bajó un contingente policial que ingresó nuevamente a la habitación de los detenidos y minutos después dejaron la humilde habitación convertida en un caos, además, uno de los agentes salió con un maletín.
La caravana vehicular se retiró de la zona a alta velocidad con los tres jóvenes, rumbo al centro de San Pedro Sula. Mientras los llevaban en la patrulla, uno de los agentes le dijo a Miguel: “Chelito, vos la vas a pagar por este” , relató después el afectado a sus familiares.
La madre de Miguel dice que desde el momento de la detención ella y su esposo comenzaron una peregrinación por varias postas policiales y en todas les decían que allí no los habían llevado.
“Fue a eso de las 7 de la noche que me llamó para decirme que estaba bien, que lo habían llevado a unas oficinas que tiene Fusina (la Fuerza de Seguridad Interinstitucional compuesta por diversas entidades operadoras de justicia). Mire, les pusieron unos papeles enfrente, que era una declaración de los hechos y los muchachos no quisieron firmar. A los dos hermanos los golpearon bastante, a mi hijo le dieron un golpe y les dijo ‘yo no quiero que me sigan golpeando, denme eso que yo les firmo’”.
Los tres fueron presentados ante los medios como peligrosos criminales. Los dos hermanos fueron acusados de extorsión contra un comerciante y, Miguel, de tráfico de drogas.
Como pruebas en los tribunales presentaron 200 lempiras (unos 8 dólares), producto supuestamente de la extorsión, y dos celulares. Además, en el maletín que sacaron los policías había 165.5 gramos de marihuana, supuestamente propiedad de Miguel, pese a que solo catearon la casa de los padres, donde el joven solo estaba de visita.
La mamá de Antonio asegura que los dos celulares que presentaron para incriminarlos eran los mismos que los policías quitaron a las vecinas que intentaron hacer llamadas. Su hijo portaba el equivalente a 32 dólares. porque ese día compraría un celular y ese dinero no fueron reportados en el informe policial. Además, los policías informaron que la detención se realizó a varias calles de donde en realidad sucedió.
Expediente Púbico intentó obtener las versiones de Fusina y de la Fuerza Nacional Anti Maras y Pandillas sobre estos señalamientos, pero sus voceros no respondieron a las solicitudes de información.
PLAN DE SEGURIDAD CONTRA LOS MÁS VULNERABLES
El número de detenidos por delitos vinculados al narcotráfico ha ido en aumento. De 786 en el 2014, pasaron a 881 en el 2015, 1,188 en el 2016, 1,384 en el 2017, mientras que en el 2018 y hasta mediados de 2019 el número fue de 1,904 detenidos para totalizar 6,143.
Además, en el mismo periodo de 2014 al primer semestre de 2019, se han detenido 4,839 por extorsión, indicó el canciller Lisandro Rosales durante una presentación ante el cuerpo diplomático acreditado en Tegucigalpa, en agosto pasado.
Lo que no indicó es que casi el 100 por ciento de los acusados por tráfico de drogas no son traficantes a gran escala, sino, personas dedicadas a la venta de drogas al por menor, es decir, narcomenudeo.
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El Código Penal hondureño reconoce tres delitos ligados a la narcoactividad: “tráfico”, que se refiere a la venta de drogas; “transporte”, del cual se acusa a quien lleva sustancias prohibidas de un punto “a” a un punto “b”; y “facilitación de local”, que es cuando las autoridades hallan droga en un edificio y al no poder determinar quién es el propietario acusan al dueño o al jefe de familia.
La acusación contra Miguel la tipificaron de tráfico, pero su caso no es único en Honduras. Por otra parte, muchos de los que van a dar a la cárcel pueden pasar hasta dos años en prisión preventiva solo para ser absueltos al final del proceso.
Hasta finales de octubre de 2019 había 21,744 reos en 25 cárceles y tres unidades militares. De esa población carcelaria 20,552 eran hombres (94.5 por ciento) y 1,192 mujeres (5.5 por ciento). Más de la mitad no han recibido sentencias.
Honduras tiene una población carcelaria joven. Según un informe de las autoridades hondureñas, en el 2017 la mayoría de los presos, un 25.81 por ciento tenían entre 21 y 25 años; le seguían los presos de entre 26 y 30 años, con un 19.38 por ciento; mientras que 14.22 por ciento tenían entre 31 y 35 años; seguidos muy de cerca por los jóvenes entre 18 y 20 años, con un 13.75 por ciento.
Además, los del rango entre 36 a 40 años de edad eran el 9.46 por ciento; de 41 a 45 años eran el 6.31 por ciento; los de 46 a 50 años eran el 4.34 por ciento; los de más de 56 alcanzaban el 3.76 por ciento y quienes tenían entre 51 y 55 años eran el 2.93 por ciento.
Por lo general, los enviados a batallones son funcionarios, exfuncionarios o personajes de la alta sociedad hondureña acusados por actos de corrupción.
MAQUILLAJE A LA LUCHA CONTRA EL CRIMEN
El exjuez Félix Ávila, en declaraciones a periodistas enfatizó que es erróneo hablar de “21,000 delincuentes (presos) porque la mayoría no han sido declarados culpables, probablemente no lo sean, porque no hay pruebas de los delitos que les inculpan”.
El objetivo de esta política del sistema policial-judicial es aparentar que hay una lucha frontal contra el crimen, pero la realidad es que mandan “un mensaje que el derecho penal lo utilizan como represión”, dijo.
El abogado Antonio Velasco, quien trabaja en la Defensa Pública, entidad del Poder Judicial cuyo objetivo es defender en los tribunales a quien no se puede pagar un defensor privado, reconoce que el sistema se dedica a criminalizar a los hondureños más vulnerables.
“Esto es una realidad. Podemos ver que los pobres son los que inundan nuestras cárceles”, manifestó el jurista a Expediente Público.
Ejemplificó que en Honduras durante años han existido organizaciones criminales que traficaban cocaína en grandes cantidades y que eran dirigidas por familias conocidas, como los Valle Valle, los Cachiros, Carlos Arnaldo Lobo, Wilter Blanco, y otros que ya fueron extraditados a Estados Unidos, pero ninguno de ellos tenía acusaciones en los tribunales hondureños.
Además, de los narcotraficantes que se autoproclamaron socios del exdiputado Juan Antonio Hernández, y que declararon en su contra en una corte de Nueva York, ninguno fue extraditado, todos se entregaron voluntariamente, pero a las autoridades estadounidenses.
“En la Defensa Pública nos damos cuenta que solo estos muchachos pobres que representamos son capturados. La gran mayoría de los verdaderos narcotraficantes siguen en la impunidad, han sido extraditados o se han entregado porque tenían conocimiento de la situación que se les venía”, indicó Velasco, quien trabaja desde hace más de diez años en el sistema judicial.
El abogado apunta que el consumo de drogas es una forma de criminalizar a los jóvenes. Según las leyes hondureñas, se reconoce como consumo la portación de hasta 0.5 gramos de una sustancia ilegal, algo que sigue siendo un delito, pero tiene una pena leve: internamiento por 30 días en una institución dedicada a la rehabilitación, además de una multa de unos 20.40 dólares. Si es reincidente la pena de internamiento es de 60 días y la multa es de 40.80 dólares.
“Por lo general, ningún adicto adquiere para un solo consumo, sino que compran varias dosis, pero los policías los detienen y los acusan por tráfico de drogas. El proceso judicial puede tardar dos años para una persona recluida que no es traficante, solo consumidora. Entonces, una persona que por el consumo tiene una pena de internamiento de 30 días pasa hasta dos años en un centro penal por una acusación equivocada”, dijo Velasco.
Miguel asegura que nunca vio el maletín con la marihuana, aunque reconoce que consume ese tipo de droga con regularidad. Ahora, según su madre, se congrega en una iglesia en el interior de la cárcel y lee la Biblia, por lo que ha dejado de fumarla. Esa fue su autoreceta para rehabilitarse, porque en las cárceles tampoco hay métodos para salirse de la droga, pero el gobierno sí tiene presupuesto para construir nuevas prisiones.
En el 2016 inauguraron la cárcel de máxima seguridad El Pozo I en Ilama, Santa Bárbara, a 102 kilómetros al sur de San Pedro Sula, mediante una inversión de 20.4 millones de dólares, mientras que en el 2017 entró en operaciones El Pozo II, en Morocelí, El Paraíso, fronterizo con Guatemala, también con una inversión superior a los 60 millones de dólares.
Es decir, dos centros penitenciarios que a poco tiempo de su funcionamiento ya están sobrepoblados y donde, pese a tener el calificativo de “máxima seguridad”, se han cometido en su interior asesinatos y otros delitos, costaron 80 millones de dólares.
Sin embargo, hay proyectos de construcción de al menos tres cárceles más.
La detención indiscriminada de jóvenes y la falta de procesos de rehabilitación en las cárceles -a criterio del defensor público Velasco- es porque al Gobierno le interesan únicamente las estadísticas para presentarlas a nivel internacional, en el sentido de mostrar que capturan a traficantes cuando en realidad están encerrando a los eslabones más débiles de la cadena: jóvenes de bajos recursos económicos y consumidores de drogas.
Velasco señala que el delito de “facilitación de local” es otra de las formas de criminalizar a todo el entorno familiar de las personas adictas o involucradas en tráfico de drogas.
“Cuando encuentran droga en un allanamiento, la policía acusa por lo general a la madre del muchacho o muchacha que tiene esa droga con el fin de consumirla”, asegura.
ATRAPADOS ENTRE LAS MARAS Y LA POLICÍA
“Al final los jóvenes vienen a ser el eslabón más débil de la cadena del narcotráfico que se ha impregnado en este país. Vemos esas masacres que se dan a diario, la mayoría por pelea de territorio y eso es con muchachos que venden para subsistir, para el pan del día a día. Ni siquiera tienen posibilidades de sacar cantidades de dinero para amasar una fortuna. Es terrible esta situación con gran parte de la juventud, son los más vulnerables”, apuntó Velasco.
Muchos jóvenes también están en medio de guerras entre maras y pandillas por el control de territorios. Hasta la segunda semana de noviembre del 2019 se habían registrado 62 masacres, dejando al menos 213 muertos, con un aumento del 68 por ciento en el número de víctimas en relación al 2018.
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Para la defensora de Derechos Humanos, Brenda Mejía, los problemas en Honduras inician porque “estamos a merced de una estructura criminal donde opera un narcoestado, donde todas las instituciones del Estado están cooptadas por redes criminales vinculadas a los círculos de poder.
Agregó que “ante esta situación, estamos a merced de delincuentes, donde lo que hacen es criminalizar, perseguir y judicializar a personas que de repente no tienen nada que ver con bandas criminales como lo quieren hacer ver”.
Lamentó que exista “una justicia selectiva” que violenta los derechos humanos y que por lo general a funcionarios, exfuncionarios y empresarios acusados por corrupción les aplican medidas sustitutivas de prisión o los envían a batallones militares, mientras que a los jóvenes de escasos recursos los mandan a cárceles de “máxima seguridad”, muchas veces con pruebas plantadas, situación de la que los organismos tienen “bastante experiencia y evidencia”.
Mejía, quien ha participado en varias audiencias y ha documentado casos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, señaló que tiene conocimiento que fuerzas policiales en algunas ocasiones hacen “perdedizas” a las personas durante varias horas, es decir, las llevan a instalaciones que no son centros de detención oficiales y allí los torturan para sacar una confesión.
“Los desaparecen por horas y luego aparecen ya con las pruebas plantadas. Los operadores de Fusina los presentan ante la Fiscalía con un expediente completo, con pruebas y todo para que el fiscal esté listo para presentar un requerimiento”, indicó.
Explicó que en aras de demostrar que luchan contra la delincuencia las fuerzas policiales detienen a muchachos de barrios pobres sin importarles que estos sean de buenos principios y que no estén vinculados realmente a estructuras criminales.
Mejía, quien es abogada de profesión y durante muchos años trabajó para el Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús, dijo que esta situación de criminalización que viven los jóvenes pobres acusados de ser traficantes de drogas, también sucede con las personas que participan en protestas o que alzan su voz contra proyectos que dañan el medioambiente.
Puso el caso de Johnny Salgado, un joven albañil que había participado en algunas manifestaciones contra el Gobierno. El 21 de diciembre de 2017 llegó hasta su casa un contingente policial y lo hicieron salir lanzándole gases lacrimógenos, sin importar que allí estaban su esposa y sus niños.
A Salgado lo acusaron de haberse robado un escudo y una escopeta policial. Lo exhibieron ante los medios de comunicación como un trofeo. Estuvo cuatro meses preso, durmiendo en el suelo en una mazmorra de la cárcel de El Progreso, a 28 kilómetros de San Pedro Sula. Salió con medidas sustitutivas y está a punto de enfrentar juicio. Sus defensores dicen tener pruebas que ese día estuvo en otro sitio.
“Queremos ser objetivos, si una persona cometió un delito, que sea juzgada, pero mediante un debido proceso, sin violentar sus derechos humanos, que la justicia sea igual para todos y todas como dice la Constitución de la República, no una justicia para pobres y otra para ricos”, concluyó la defensora.
Política de Estado insuficiente para prevenir el consumo de drogas