En 2006 Nicaragua estrenó, por primera vez en su historia moderna, una jefatura policial dirigida por una mujer: Aminta Elena Granera Sacasa. La llegada de una figura agradable que en su juventud quiso ser monja, a una institución históricamente controlada por hombres como era la Policía Nacional, despertó las esperanzas de una sociedad que la colocó entre sus personajes favoritos.
Aminta salía en los medios y hablaba con los periodistas; iba a los estadios y celebraba entre el público a su equipo favorito de León; se reunía con la sociedad civil y asistía a actos religiosos, se abrazaba con mujeres feministas y parecía feliz entre los policías jóvenes que la profesaban un respeto casi maternal, a la vez que purgaba actos de corrupción y abusos en las filas armadas y golpeada con puño de hierro la delincuencia y el crimen organizado.
Sin embargo, su estrellato comenzó a apagarse desde 2007 cuando despertó los celos de Rosario Murillo y desde que ella, como directora de la Policía Nacional, se subordinó al proyecto autoritario que emprendía Daniel Ortega.
Luego vino un lento y progresivo proceso descomposición de la Policía Nacional como institución al servicio de Nicaragua para convertirse, bajo la figura cada vez más inerme de Aminta Granera, en una institución política, represiva y partidaria al servicio de un proyecto político que no se ruborizó al asesinar, herir, torturar y perseguir a todo un pueblo que le exigía democracia al régimen Ortega-Murilo.