El campesino Leonel Chávez y su comunidad dedican vida y esfuerzos para proteger el parque nacional de montaña Santa Bárbara, el número 15 en tamaño de Honduras y uno de las principales fuentes de agua para varias comunidades rurales. Expediente Público presenta su historia.
Expediente Público
Por Ariel Torres Funes
A 2.400 metros de altura, Leonel Chávez se detiene y pide silencio mientras señala un pájaro que exhibe una larga cola de color verde resplandeciente. Es un quetzal macho que ha bajado desde la cumbre de la montaña. «A ellos no les gusta el bosque secundario, solo el primario», explica este campesino mientras retoma el sendero que él mismo abrió hace un par de décadas.
Según el Laboratorio de Ornitología de la universidad estadounidense de Cornell, la erupción en 2018 del volcán de Fuego en Guatemala obligó a muchas de estas aves a emigrar a los bosques nublados de Honduras. Sobre todo arribaron al Parque Nacional Montaña de Santa Bárbara (PANAMOSAB).
Leonel Chávez, quien es uno de los mayores conocedores del parque, confirma que, en efecto, desde hace un par de años ha observado una mayor cantidad de estos pájaros en la montaña. Para él es un orgullo encontrarlos, una recompensa al trabajo de su comunidad por salvaguardar el PANAMOSAB, una reserva natural prácticamente abandonada por el Estado hondureño.
Luego de cuatro horas de camino Chávez parece no necesitar de un descanso en la cima de la montaña (también da la impresión de que los zancudos no lo han picado como a los demás). Antes de la pandemia la subía unas tres veces por semana, generalmente con visitantes extranjeros, porque según su opinión, «a los hondureños les gusta menos la naturaleza».
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El sendero para llegar a la cima pone a prueba los pulmones de cualquier persona. Bajo la sombra de unos árboles que superan los cuarenta metros de altura, el camino es húmedo y denso como una selva. Prácticamente impenetrable. Por lo mismo no resulta raro escuchar que ahí deambulan los tapires, los jaguares, los osos hormigueros y los monos aulladores.
Con 121 kilómetros cuadrados de extensión, el PANAMOSAB es el decimoquinto parque nacional más grande de Honduras. En total son veintitrés. También es uno de los más diversos y menos explorados.
«La montaña es tan grande que para conocerla toda necesitaría vivir tres meses dentro de ella, apenas la conozco un 20 por ciento», calcula Chávez, mientras explica que el sendero que lleva al pico de la montaña lo abrió junto a un grupo de niños de su aldea hace 19 años.
No hay que ser biólogo para intuir que el PANAMOSAB podría ser una joya para los investigadores. Sin embargo, el Estado hondureño no ha mostrado el mínimo interés por estudiarlo. Son algunos esfuerzos independientes los que han identificado sus 86 tipos de árboles, más de doscientas especies de orquídeas, además de unas diez plantas y animales endémicos.
Por su parte, los ornitólogos estiman que el parque concentra la mitad de la variedad de aves existentes en el país.
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A diferencia de otras áreas protegidas, el ecosistema en la cumbre de la montaña de Santa Bárbara no ha sido alterado de manera significativa por los humanos. Su verticalidad ha sido su mayor protección, aunque la cacería y los incendios sí son una amenaza como ocurrió en 2020, cuando un fuego supuestamente provocado por unos cazadores de venados alcanzó su cúspide, a 2.744 metros de altura. Esa vez ni la propia humedad de la montaña contuvo las llamas. Las imágenes grabadas desde la aldea aún se mantienen en la retina de sus habitantes.
«Es lo más feo que nos ha pasado», lamenta Chávez, señalando el tronco quemado de un pinabete (abies guatemalensis), un árbol endémico de Guatemala y Honduras, en peligro de extinción.
Sin embargo, el siniestro del 2020 también mostró la faceta solidaria de los pobladores de la aldea de El Cedral, quienes en grupos de ochenta personas apagaron el fuego tras veintidós días de esfuerzo.
Antes de regresar a su casa Chávez siembra unas semillas de aguacatillo, el principal alimento de los quetzales. «Creo que he sembrado como unos 30 mil árboles en mi vida, mientras tenga fuerza lo seguiré haciendo», expresa este campesino de 50 años, quien lidera una de las defensas ambientalistas más interesantes y a la vez desconocidas de Honduras.
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Entre la minería y el café
La casa de los Chávez se encuentra a la par de la única calle pavimentada de El Cedral, una aldea del municipio de Las Vegas, ubicada a 197 kilómetros (km) al noreste de Tegucigalpa y a 86 km al sur de San Pedro Sula, las dos principales ciudades de Honduras.
Poblada desde 1956, la comunidad de El Cedral se encuentra en el área de amortiguamiento del PANAMOSAB, dentro de una región históricamente minera, ahora también marcada por un narcotráfico que tampoco entiende de territorios protegidos.
En esta aldea, donde no hay un centro de salud ni una escuela secundaria, la producción de café representa prácticamente la única fuente de ingreso para sus 1.200 habitantes.
La familia Chávez también es caficultora. Por eso, después del recorrido por la montaña, la esposa de Leonel sirve el café que preparó en su estufa de leña.
La taza que ofrece Nolvia es una variedad de producción orgánica que antes lograban vender a los exportadores de la zona. Un ingreso que se fue a pique a causa de la pandemia.
La crisis sanitaria también redujo drásticamente el flujo de visitantes a la montaña. Prácticamente no llegó ni un turista en 2020. Sin alguna ayuda externa, el año pasado fue muy complicado para toda la aldea. Nadie reporta muertos a causa del virus, pero no hubo familia que se escapara de las consecuencias económicas.
«Tengo la suerte de haber nacido acá», exclama orgulloso Chávez, cuyos padres formaron parte del segundo grupo de habitantes que se instalaron en El Cedral. «Los primeros pobladores se fueron porque no les gustó que hiciera tanto frío y que lloviera las veinticuatro horas», recuerda, mientras muestra una cola de quetzal que decora la sala de su casa.
En El Cedral todavía llueve casi a diario. En un país golpeado por las sequías, esta aldea es prácticamente un oasis. Mientras el promedio nacional de precipitación es de 117 milímetros de lluvia cada año, en esta montaña caen unos tres mil milímetros de agua. De ahí que el Lago de Yojoa y unas 66 mil personas que viven en sus alrededores, dependan directamente de las fuentes hídricas provenientes del parque.
Paradójicamente, estas condiciones ambientales han traído consecuencias negativas para la montaña. Si antes la gente emigraba a causa del exceso de lluvias, ahora muchas familias se instalan en la aldea en busca de agua, desencadenando un flujo demográfico que ha modificado los márgenes del parque. La vista aérea sobre el PANAMOSAB evidencia estas alteraciones.
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Un Estado ausente
A través del Decreto 87-87, el Congreso Nacional nombró a la montaña de Santa Bárbara como parque nacional en 1987, prohibiendo la explotación agrícola a partir de los 1.800 metros de altura.
También obligó al Estado a regular las zonas de amortiguamiento y de usos especiales (como la aldea de El Cedral, habitada previo a la emisión del decreto).
Sin embargo, el problema se da en la aplicación del decreto, sobre todo con un Estado que delega sus responsabilidades sociales y ambientales en las oenegés instaladas en la zona.
Para el caso, en la aldea de El Cedral, las autoridades municipales aparecen casi solamente en tiempos electorales. Cumplir con el decreto 87-87 no es tan siquiera una promesa proselitista.
Alexis Oliva, director de la Asociación de Municipios del Lago de Yojoa y su Área de Influencia (AMUPROLAGO), opina que el abandono del PANAMOSAB se debe principalmente a la falta de interés de las autoridades locales por encontrar una organización que ejecute sus planes de manejo.
«Administrativamente le ha ido muy mal a la montaña», reitera Oliva, quien también fue el director del Parque Nacional Cerro Azul Meámbar (PANACAM), una zona protegida que sin duda ha tenido mejor gestión que la montaña de Santa Bárbara.
El desinterés de las autoridades es tan evidente, que la actual alcaldesa de Las Vegas y también candidata a diputada, la nacionalista Tona Pineda Castellanos, una de las empresarias y terratenientes más influyentes de la región, decidió retirar su municipalidad de la AMUPROLAGO, sin importar que este sea el principal actor de la zona para proteger el medioambiente.
Constitucionalmente los militares también están obligados a salvaguardar las zonas protegidas del país, como el PANAMOSAB, para ello reciben más del uno por ciento del Presupuesto Nacional de la República.
Sobre su cumplimiento, Leonel Chávez recuerda que en una sola ocasión coincidió con un par de soldados en la montaña, a quienes ayudó porque estaban «perdidos y desorientados».
Aún más preocupante es que el Instituto de Conservación Forestal (ICF), principal encargado de proteger los parques nacionales, rara vez aparece en el parque. Salvo las Fuerzas Armadas, la institucionalidad pública ligada al medioambiente carece de presupuesto, personal y voluntad. Para el caso, el Ministerio Público tiene solamente dos fiscales para investigar todos los posibles delitos ambientales en la región. Ambos trabajan desde San Pedro Sula, a casi 90 km de distancia del PANAMOSAB.
En voz baja, los pobladores también comentan que la minería ha afectado la montaña.
De hecho, el padre de Leonel Chávez fue uno de los campesinos contratados por la empresa Rosario Mining Company para talar los bosques en la década de los sesenta. Cuando él ganaba veinticinco centavos diarios como jornalero, la compañía le pagó un lempira por cada árbol cortado.
Quince manzanas como recordatorio
El registro satelital demuestra cómo las comunidades y las fronteras agrícolas se han internado en el parque. Las imágenes tomadas entre 1969 y 2018 revelan la deforestación acumulada en las últimas décadas. Una alteración causada también por la producción de café.
Sobre las fincas de café, Oliva opina que no es fácil prohibirlas cuando las autoridades tampoco ofrecen a los campesinos otras fuentes de ingreso. Tiene sentido. Con 43 por ciento de la población cedralense que no sabe leer ni escribir, en la aldea no parece haber otras oportunidades más que ese cultivo.
Además, se ha promovido erróneamente la idea que el café de altura se vende a mejores precios.
«El problema es que si talamos los bosques nos quedaremos sin el agua que necesitamos para cultivar el mismo café», advierte Leonel Chávez, consciente también que es complejo priorizar el futuro sin tener asegurada la comida diaria. A él también le sucede. Aun así, en 2016 este campesino destinó todos sus ahorros para comprar junto a su hermano (quien ese año fue deportado desde Estados Unidos), quince manzanas de tierra, ubicadas en el área de amortiguamiento del parque.
Para asegurar su objetivo de conservación, las condiciones de compra del terreno prohíben su explotación agrícola o su posterior venta a terceros. Por lo tanto, sobre las quince manzanas, los pobladores de la comunidad sembraron árboles frutales para atraer los pájaros, fundando un área que llamaron la Casa de Aves El Cedral.
Cinco años después, este lugar se ha convertido en un atractivo turístico del cual se beneficia toda la comunidad.
Leonel Chávez está consciente que quince manzanas (0.1 km2) de tierra son insuficientes para proteger los 68 km2 que incluye la zona de amortiguamiento del parque. Sin embargo, la incidencia de esa compra no se mide en unidades de longitud.
El mensaje es más profundo: que un campesino en condiciones de pobreza convirtiera una finca en un aviario es, sobre todo, una exigencia para que las autoridades asuman sus responsabilidades ambientales, porque a gran escala, el Estado es el único actor capaz de replicar esta acción.
Afortunadamente, en otras latitudes del PANAMOSAB también se libran defensas similares a las de El Cedral. «Solo que a ellos se les conoce menos», añade Leonel Chávez, mientras muestra una de las dos cabañas que construyó para rentar a los turistas, donde por seis dólares la noche, con suerte, es posible ver desde ahí a los quetzales que bajan de la montaña.
El Grupo Maroncho y un orquideario único
La misma dificultad del reto le ha enseñado a Leonel Chávez que una defensa ambientalista no se libra en solitario. Por eso, junto a 32 niños y niñas cedralenses fundaron en 2002 el Grupo Maroncho (en homenaje al nombre del pico más alto de la montaña).
La idea del grupo surgió luego de que Chávez recibiera un taller de ecoturismo impartido por la AMUPROLAGO. «Ahí nos explicaron que para ser guías primero había que amar lo que uno iba a ofrecer, que había que proteger y cuidar la montaña. Entonces la idea fue formar a los niños como guías», recuerda.
Durante casi diez años, cada fin de semana, el grupo exploró la montaña, sembró árboles y abrió los senderos que ahora recorren los visitantes.
También impartieron la materia de medioambiente en la escuela primaria de El Cedral, además de transmitir en Las Vegas un programa de radio y televisión que llamaron «Descubriendo la Naturaleza».
Sin contar con ingenieros en telecomunicaciones, de manera artesanal el grupo montó el canal Maroncho TV, donde compartían los videos que hacían en los recorridos por la montaña.
Tras siete años de transmisión, la municipalidad de Las Vegas ordenó su cierre, argumentando que carecían de un permiso de operaciones otorgado por la Comisión Nacional de Telecomunicaciones (CONATEL).
A pesar de las dificultades, el grupo mantuvo la iniciativa y de sus exploraciones en la montaña surgió la idea de montar el Orquideario Maroncho, justo en el corazón de El Cedral. Después de diez años, con más de 150 especies, este esfuerzo ha llamado la atención de investigadores prestigiosos, como el biólogo Cirilo Nelson, quien desde Inglaterra colaboró para identificar algunas de sus plantas.
Los logros del Grupo Maroncho no impidieron su disolución, cuando la mayoría de sus jóvenes integrantes se casaron o tuvieron hijos.
Sin embargo, la experiencia sirvió para que la aldea discutiera por primera vez sus desafíos ambientales, al grado que en 2019 el Patronato y la Junta de Agua de El Cedral compraron dos manzanas de tierra en la zona de amortiguamiento, con el objetivo de apoyar en la conservación del parque.
Leonel Chávez cree que el Grupo Maroncho fue una semilla para crear conciencia en la comunidad. En su caso, también fue de chico cuando una profesora de primaria le habló por primera vez sobre la importancia de cuidar la naturaleza.
«De niño hacía senderos por la montaña, pero nunca imaginé que eso sería mi vida», recuerda Leonel, mientras observa a un colibrí que se alimenta de una flor del orquideario.
Este reportaje es resultado de la Beca de periodismo de soluciones de la Fundación Gabo y gracias al apoyo Open Society Foundations, instituciones que promueven el uso del periodismo de soluciones en Latinoamérica. Contó con la asesoría del periodista y editor Fabrice Le Lous.