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Asesinatos selectivos, emboscadas, torturas, persecución y venganza marcan la historia de los campesinos en Nicaragua

El caso de la familia de Elea Valle, en el Caribe Sur de Nicaragua, ilustra cómo las autoridades públicas se han convertido en los principales verdugos de los derechos humanos de la población. Esta mujer campesina afirma con indignación que los militares asesinaron con saña a sus dos hijos menores de edad, a su pareja y un cuñado. 

Ella no niega que su esposo y también padre de los niños fallecidos se había unido a los rebeldes contra el régimen sandinista en la década de los ochenta y tampoco ha desmentido que este mismo excontra, Francisco Pérez, se rearmó en la década del 2010 porque no soportaba el acoso y persecución del Ejército.

Militares dan muerte a excontras y dos menores 

San Pablo 22 es una comunidad ubicada en La Cruz de Río Grande, un municipio poco accesible en una zona selvática de la Región Autónoma de la Costa Caribe Sur de Nicaragua, a unos 410 kilómetros al noreste de la capital Managua. Esta comunidad campesina remota y desconocida acaparó la atención nacional por la matanza del 12 de noviembre de 2017 en la que murieron seis personas, incluyendo dos menores de edad, a manos del Ejército de Nicaragua. 

Dos de las víctimas eran los hermanos Francisco y Rafael Pérez (comandante Colocho), ambos pertenecieron a la Resistencia Nicaragüense. “Cuando se unieron a la contra uno tenía 12 y el otro 14 años de edad”, confirma Elea Valle, quien se mudó a finales de los 90 de la comunidad llamada Monte Hermón a la cabecera municipal La Cruz del Río Grande, con el propósito de darle estabilidad a su familia.

Su pareja, Francisco Pérez se había desmovilizado en la década de los noventa, sin saber que “la persecución” del régimen de Ortega nunca acabaría.

Valle relata que algunos de los pobladores denunciaron que su esposo Francisco estaba armado porque lo asociaban con su hermano Colocho, quien desde el 2011 se había rearmado. El Ejército comenzó a vigilarlo y perseguirlo, por lo que decidió tomar realmente las armas en 2015. 

Francisco pasó dos años viviendo clandestino en los bosques de La Cruz de Río Grande y durante todo ese tiempo no había podido ver a sus hijos, por eso le pidió a Elea que los llevara a su escondite. 

Elea Valle mandó a sus hijos mayores al escondite de Francisco Pérez, ella no pudo irse porque tenía que cuidar a sus otros tres hijos menores, uno de ellos discapacitado.

El padre solo logró estar un día con sus hijos. La adolescente de 16 años y su niño de 12 aún dormían cuando incursionó el Ejército para matarlos.                                                                                                                 

Elea supone que hubo alevosía: “Los niños, sin duda, se quisieron correr y los militares los agarraron al ver que su padre y los otros cayeron y se encontraron solos, trataron de agarrarlos vivitos, todo eso que tienen en sus cuerpos, lo hicieron cuando ellos estaban vivos”.

“A mi niño le pasconearon (balearon) los costados, lo apuñalaron, tenía balazos en el pecho, en la cabeza y en la manita izquierda”, denunció Valle.

El Ejército informó el mismo 12 de noviembre a través del jefe del Sexto Comando Militar, coronel Marvin Paniagua que, en el contexto de un enfrentamiento entre militares y delincuentes, murió Rafael Dávila Pérez (invirtieron apellidos), no mencionando a los demás muertos. Asimismo, dijo que era parte de una banda delincuencial que se dedicaba al tráfico de marihuana, robo de ganado y extorsión, sembrando el temor entre los productores.

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Esta institución militar dijo haber encontrado en el lugar de los hechos armas y drogas, pero no presentaron ninguna evidencia a los medios de comunicación. Los militares no aclararon a la prensa nacional si las personas muertas tenían acusaciones formales o eran circulados por la Policía Nacional.

“La versión del Ejército fue que mis niños andaban armados con su padre, pero no. Ellos tienen esa costumbre de matar al campesino, lo visten de ropa militar, les ponen unas bolsas de marihuana, y ya dice que andaban armados. Eso es una mentira, quién va a saber más que su propia madre, yo lo sé muy bien, que mis niños andaban viendo a su padre”, explicó Valle.

El abogado Gonzalo Carrión, quien acompañó el caso, no duda en calificar que “fue una masacre”; un operativo militar que “tenía como fin ejecutar a todas las personas”, e increpa que, “si fue un enfrentamiento, ¿por qué los militares salieron sin un ningún rasguño?”.

Ella recuerda la angustia que se agudecía llamada tras llamada intentando saber por qué sus hijos no llegaban a la casa como tenía previsto aquel domingo, pero al atardecer llegó el aviso de parte de un campesino que la conocía. Al repicar su teléfono recibió la información de acontecido.

Elea salió a las 4 de la madrugada del siguiente día, primero tomó un bus que la acercó hasta la comunidad San Pedro del Norte, de ahí tomó un camión y el trecho final lo hizo a caballo. “Fue un dolor en mi corazón y en mi alma”, expresa Valle con un nudo en la garganta, mientras intenta ocultar lo doloroso del recuerdo. 

Llegó al campamento de Francisco a las 7 de la noche. Su mayor impresión fue al llegar al lugar del ataque y darse cuenta que habían abusado sexualmente de su hija de 16 años, ya que las personas de la comunidad le dijeron que el cuerpo de la joven estaba sin ropa, con signos de moretones y ahorcamiento, y el menor de 12 años había sido apuñalaron.

“Estaban tirados como perros, irreconocibles”, recuerda.

Elea se pregunta por qué se ensañaron contra los niños. “Se los hubieran llevado e investigado por qué andaban ahí, qué era lo que andaban haciendo”, en cambio, “hicieron esas groserías, violarla y quitarles sus vidas a los pobres niños”.

El 23 de noviembre de 2017, Elea Valle denunció ante la Policía Nacional y el Ministerio Público lo acaecido con sus hijos y esposo, para que exhumaron los restos y abrieran una investigación. El caso llegó a ser acogido el 24 de febrero de 2018 por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) (ver informe Elea Valle Aguilar e hijos respecto a Nicaragua), la cual determinó medidas cautelares para Valle y sus otros hijos.

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La Policía Nacional al retomar el caso calificó, en una nota de prensa del 14 de diciembre de 2017, a los seis fallecidos como “elementos delincuenciales”, eso incluye, además de los dos menores, Francisco y su hermano Rafael Pérez, a Efraín Urbina y Dominga Pérez, sin referirse a la edad de los fallecidos e implicándolos en varios asesinatos. 

El informe del Instituto de Medicina Legal sostenía que los cuerpos que habían sido exhumados de la fosa común, donde los sepultó el Ejército, no presentaban más lesiones que heridas de balas y volvieron a ser enterrados en ausencia de sus familiares por una comisión de pastores evangélicos y policías, revela el mismo comunicado.  

Elea tuvo que trasladarse a Managua después de la muerte de los menores, porque el Ejército llegó a buscarla al lugar donde se refugiaba, según el informe de la CIDH.

Aunque ha habido un acompañamiento a este caso, por parte de abogados especializados de organizaciones como el Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH), los familiares no obtienen justicia debido a que las instituciones del Estado que deberían investigar no son facilitadores de estos procesos.

Valle solo quiere enterrar a sus niños con el debido respeto y rito religioso, porque a tres años del ataque militar, los restos de los menores y su padre aún siguen en una fosa común.

Ola de desarticulación de liderazgo campesino

Daniel Ortega retorna al poder en el 2007 y desde entonces “se recrudece los asesinatos en el campo” afirma Vilma Núñez, una de las activistas de derechos humanos más reconocidas de Nicaragua.

El Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH) ha documentado 22 asesinatos entre el 2011 y el 2016, donde 10 de las víctimas se identificaron como rearmados, cinco como acompañantes no armados y siete que no están clasificados en ninguna de las dos categorías, pero que fueron asesinados en dichas operaciones. Se estima que hay muchos otros asesinatos que podrían ampliar la lista.

En el contexto de las protestas contra el régimen iniciadas en abril de 2018, la Comisión Permanente de Derecho Humanos (CPDH) reportó entre febrero y julio  2019, un total de 6 denuncias sobre asesinatos, en su mayoría cometidos por paramilitares contra campesinos de los departamentos de Jinotega, Nueva Segovia, Matagalpa, Granada y Managua.

Existe “una ola de muertes selectivas de líderes, que se han manifestado, y que finalmente quedarán en la impunidad”, agrega Marcos Carmona, secretario ejecutivo de la CPDH.

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La defensora de derechos humanos, Wendy Flores, denunció también que existe “un plan de desarticulación del liderazgo campesino”, en el marco del 172 periodo de sesiones de la CIDH, en Washington, Estados Unidos, el 25 de septiembre de 2019.

Flores destacó una serie de arbitrariedades contra la población campesina a raíz del levantamiento social de 2018, tales como las amenazas que llevan a la clandestinidad a personas en zonas boscosas, ataques con armas de fuego que han dejado heridos, evidencias de torturas, violencia sexual, estrangulamientos, masacres y entierro en fosas comunes.

La abogada y defensora de Derechos Humanos, Leyla Prado, afirma que este fenómeno, referido al asesinato a líderes campesinos nadie lo manejaba antes de abril 2018, pero ahora la CPDH escucha estas denuncias. “Se vino una avalancha de cosas de antaño”, precisó.

Las dificultades que más obstaculizan la defensa a las víctimas de la violencia cometida por las autoridades, es la distancia entre lugar de origen de los denunciantes y el asedio de la Policía Nacional y el Ejército.

El reciente testimonio de un campesino de Jinotega a la CPDH revela que el Ejército obligó a las operadoras telefónicas a cortar la señal celular en un perímetro desde donde mandaban fotos de asesinatos y abusos de las autoridades. Además, llegan soldados a las casas de posibles denunciantes a revisar sus teléfonos, y en caso que tuvieran las imágenes, les golpean o se los llevan presos.

“Los campesinos han sido quienes por lo general han sufrido las mayores arbitrariedades y violaciones a sus derechos humanos”, asegura Prado.

El historial de arbitrariedades al derecho de la vida de los campesinos nicaragüenses 

Vilma Núñez sostiene que, en la década de los 90, estos crímenes llegaron a calificarse como “ejecuciones sumarias”, hacían un boom en los periódicos, pero no había una respuesta institucional. Eran muy pocos los casos que eran investigados y casi siempre se daba la razón a las autoridades.

Por su parte, Prado compara estos casos con la actual situación de los presos políticos a quienes el sistema de justicia penal ha puesto como “criminales o delincuentes”, así como el acoso contra excarcelados hasta provocar su exilio para no ser nuevamente encarcelados.

“Mientras se tenga un Gobierno que no investiga y que no le da prioridad a la vida, pues van a seguir habiendo este tipo de muertes”, considera Marcos Carmona.

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Según Vilma Núñez, actual presidenta del CENIDH, fundado en mayo de 1990, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) que encabezó el derrocamiento de la dictadura somocista en 1979, copió prontamente la represión practicada por su antecesor: “Asesinando no solamente los guerrilleros, sino también, a la gente que los apoyaba y a todo aquel que se alzara en armas”, recalcó.

“Y desde entonces (la década de los setenta) yo recuerdo del martirio de los campesinos”, afirmó Núñez, quien recuerda el asesinato cometido por la guardia somocista contra la familia Tijerino en Wiwilí, en el norte de Nicaragua, “donde está ocurriendo tanta cosa hoy”. Los guardias subieron a estas personas a un helicóptero y los tiraron desde el aire a las montañas.

Durante esa etapa de revolución en los 80 surgen venganzas, conversión de zonas francas en cárceles repletas, asesinatos y ejecuciones, “aun cuando el FSLN prometió respetar la vida”, agrega Núñez.

Posteriormente la violencia empieza a incrementar en los niveles de resistencia en el campo en contra de la revolución, debido a la estatización de las cosechas y de las tierras de los campesinos, quienes se sentían invadidos.

Marcos Carmona, secretario ejecutivo de la CPDH, reveló que durante el gobierno sandinista de los 80, también se cometió violación de primera generación destacando la violación al derecho a la vida. 

En esa misma época, de la CPDH fueron sustraídos más de 15,000 expedientes que proveían información de las denuncias a la violencia de derechos humanos, agrega Carmona, a estos se sumarían 14,193 casos en los primeros 10 años de gobierno del FSLN a partir de 2007.

La población rural como enemiga

Según la Asociación Cívica de la Resistencia Nicaragüense  en el informe Balance General del Proceso de Reinserción y de los Proyectos de Polos de Desarrollo, realizado en 1990, el 83% de participantes de la Contra o Resistencia Nicaragüense eran de origen rural. 

Según Juan Rizo, comandante Rojito, una de las razones por la cual los campesinos se unieron a la Contra fue por los malos tratos de los miembros del Ejército y la apropiación de recursos de los campesinos.  Asimismo, el Frente Sandinista representaba contradicciones con la mentalidad rural, creencias, ideología política, idiosincrasia y tradición.

La población rural representó un enemigo para el partido FSLN, lo cual determinó la guerra civil entre 1980 y 1990, conflicto bélico que concluyó por las elecciones de 1990 que dejó como ganadora a Violeta Barrios de Chamorro, de la coalición de partidos Unión Nacional Opositora.

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Melkin Rodríguez Falcón, de la Asociación de Discapacitados de la Resistencia Nicaragüense (ADRN), cuenta que entre 1987 y 1988, producto de las negociaciones entre el gobierno sandinista, los países centroamericanos y la dirigencia de la Contra, empezaron a intervenir las organizaciones de derechos humanos en los territorios de mayor conflicto a fin de vigilar sus acciones. “Nos caminaban con los pasos bien contados”, expresa.

Según Rodríguez Falcón, esa vigilancia no se daba a los miembros del Ejército. Si el Frente Sandinistas agarraba un cañón 120 y lo disparaba desde Rancho Grande a Honduras, manipulaban diciendo que era la contra. “Cañoneaban y esas granadas caían en las casas, gente civil, el bombardeo se llevaba familias enteras y nunca hubo (vigilancia de) derechos humanos para ellos (el Ejército)”, asegura.

La Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH) acompañaba las acciones de la Contra porque había demasiada falsa información sobre el actuar de sus comandos. Esa desinformación la construía el Gobierno sandinista ante la población, señaló Frank Lanzas, directivo de esta organización.

La ANPDH se organizó en Nicaragua en 1991, aunque cuatro años antes fue fundada en Miami Estados Unidos, financiada por el Congreso de Estados Unidos como parte de su programa en apoyo a la Resistencia Nicaragüense.

Después del triunfo electoral de Violeta Barrios en 1990, la principal tarea de la ANPDH era identificar los cementerios clandestinos o fosas comunes producto de la guerra civil, asimismo era de interés de proteger los derechos humanos de los contras, ya que las represalias entre grupos se mantenían, aun pasada la guerra. 

Uno de los trabajos más importantes de la ANPDH ha sido documentar las muertes de excontras rearmados en las montañas del norte de Nicaragua, pero en 1999 archivos importantes se quemaron, los directivos desconocen a la fecha las causas de este incendio.

Las violaciones a los derechos humanos se dan en contextos de gobiernos “autoritarios o represivos” revela Núñez a Expediente Público, aunque no descarta la posibilidad de que este tipo de infracciones suceda en los gobiernos democráticos, aunque las califica como “esporádicas”, sin embargo, no es el caso del régimen de Nicaragua que tiene como antecedente un historial de guerra.

En 1990 la desmovilización en ese momento era primordial. En ese mismo año se da el “acuerdo de desmovilización” con el fin de obtener una transición pacífica en el país, pero la persecución indiscriminada comienza a tomar papel y los miembros de la Resistencia Nicaragüense seguían siendo asesinados.

Como parte de uno de los esfuerzos de la presidenta Violeta Barrios, para evitar los asesinatos contra los desmovilizados, Núñez recuerda la creación de la “comisión tripartita” para investigar a los involucrados en los crímenes contra los antiguos miembros de la Resistencia. 

El CENIDH se encargaba, en esa etapa, de realizar asambleas semanales con 3 o 4 miembros del equipo se visitaban las zonas campesinas para tomar los testimonios de las familias, los nombres con identificación de los involucrados en los casos, las circunstancias en que fueron asesinados. “Era un trabajo aparentemente artesanal, pero auténtico”, declara Núñez.

A pesar de los esfuerzos, se reportan más de 300 casos de asesinatos selectivos a exmiembros de la Contra, a partir de 1990, concentrándose en su mayoría en los departamentos de Matagalpa, Jinotega y Estelí, así como el municipio de Acoyapa, en el centro del país, según recopilaciones de Expediente Público en los medios de prensa 

Fotografía de portada: Carlos Herrera Confidencial